martes, 25 de octubre de 2011

El exilio y el perdón

El exilio y el perdón
Por Bibiana Faulkner


Le dije que ya no le amaba. Le hablé horas enteras del perdón, le dije que el perdón exigía lugares más grandes que el corazón y por eso teníamos alma, para cuando no fuera suficiente el pecho. Era cierto, yo le había perdonado lo que nos había hecho, pero también había huido lejos (en geografía y todo lo demás) porque nunca supe cómo abandonar.

Él me había dejado con el corazón deshidratado, apenas vivo.

Y no solo había sido eso sino que también me había roto las alas que me regaló para cuando tuviera que alcanzar. Aún con todo fracturado y mi piel más vieja que la de una anciana de cien años por tanto esperarle, yo seguía caminando detrás de sus pasos, entonces necesité andar descalza para sentir el frío de la tierra y lo moribundo de mis pasos; así fue como paré.

Yo había llorado poco porque no sabía cómo hacerlo, ni siquiera sabía qué hacer con todo esto que me hervía y se me salía por las manos en forma de cartas que nunca le di y en revoluciones de palabras que jamás le voy a decir.

Gerenciano, hoy quiero brandy. Gerenciano, es mentira que nuestra memoria se borre o nuestras ganas esperen. La fuerza de las manos desfallece y dejan de esperar; se pierde la fe y se gana agonía. La muerte se precipita, pero es más una urgencia por dejar de sentir, y entonces lo hacemos, dejamos de sentir en defensa propia.
Así nos convertimos en asesinos de nosotros mismos. Deseamos con tanta fuerza, que, aparte de urgir exilio, urgimos que cese el dolor. Así me sucedió a mí.

Esa fue mi historia, por supuesto, nunca fue tan tibia (si es que se lee algo tibia), sino todo lo contrario. Todo el tiempo me quemó los huesos y se me desangró la espalda, ¿será que recuerda mis alas? Todo el tiempo se me calcinó el pecho, ¿o algún recuerdo de tanto amor? Mi memoria era un cementerio de recuerdos suyos. Ya no había qué salvar porque ni siquiera quería, no es que no supiera cómo, aquí simplemente mi deseo había excedido todo para hacerse carne dentro de mí. ¿Me comprendes, Gerenciano?

Gerenciano siempre comprendía, y yo siempre me limitaba a incendiar la historia, no importaba lo breve que fuera.