jueves, 14 de junio de 2012

Mis promesas como onomatopeya


Por Bibiana Faulkner


Tengo once años postergando este texto.

Cuando murieron mis abuelos maternos, me prometí estudiar Medicina y especializarme en Oncología. Al poco tiempo cambié de opinión; sabía que los estudios en los cuales invertiría tanto tiempo, no me devolverían a mis viejos, ni ganándome el puto Nobel. Que quede claro que si bien cambié de opinión, nunca lo olvidé.

De su partida, lo recuerdo todo, incluso las decenas de sonrisas que desprecié por estar encerrada en mi agonía.

Dejé de ir al panteón y con eso falté a una de las tantas promesas que me he hecho desde que tengo conciencia. La primera promesa que incumplí fue hace justo diez años, cuando le prometí a mi abuela volver a su habitación y por evitarme verla morir, nunca regresé a aquel cuarto de hospital. Después vinieron muchas más: mis estudios fallidos, casarme con mi primer novio, no volver a fumar, no recordar a aquella mujer que tanto me hizo llorar, comprar rosas rojas y blancas declarando amor, no traicionar a mis amigos, no tener sexo antes del matrimonio,  no andar más en aquella bicicleta de montaña, etcétera.

Prometí ponerle “Imelda” a mi primera hija y yo ni hijos quiero tener; prometí no beber hasta ahogarme y apenas veo una botella de ron, me da por querérmela tragar entera, de eso hablo.
He prometido tanto que me envuelve la pena volver a recordar. No he sido tan buena como prometí, y sigo siendo una niña que, a veces, no para de llorar.

Mi culpa ha sido envenenarme de ausencia ajena, como cuando sientes que el desamor terminará por degollarte, como cuando sabes que debes beber más agua para poder llorar más, como cuando juras que las pasiones se saldrán de tu cuerpo para ir en búsqueda de alguien que no quieres dejar partir. Mi culpa ha sido tan grande como el color del cielo, tan incómoda como el seco calor del Sol.

Entonces mis promesas se han convertido en un tic-toc en espera, en una onomatopeya gastada, en el minúsculo sonido de un reloj de arena, pero siempre en la memoria asertiva de la promesa olvidada que no pierde su lugar.