Todo
cambia.
No
quería volver aquel jueves. Maldito jueves, como todos los demás días.
Deseaba
seguir inmerso en el hueco de la inmundicia provocada por la intolerancia hacia
los días normales, la rutina, la automaticidad de las personas, por la gente en
sí.
Estaba cansado, no me dolía ningún músculo, pero me dolía
todo: me dolían las letras y, por primera vez, me dolían los brazos de mi madre
y de mi padre y de mis hermanos... me dolía ella.
Me
dolía yo.
Estaba
volviendo de entre gusanos negros y coágulos de paz que detenían las paredes,
ya de por sí pesadas por el encierro, las cuales se volvieron muros
infranqueables.
Derrochaba desdén por casi todo, excepto por la pluma, el
cigarro y el café.
Coleccionaba
ideas de nudos de sogas, vías de metro, cuchillos en el cuello, desangramientos
por los brazos, luz apagada, encendida, apagada; y qué me saldría de las manos
si no es tinta.
Migraña
de diez días. Para qué demonios pensaba en la «no
existencia», si de todos modos ya estaba allí, de a
poco, pero allí.
Sentía de nuevo el piso bajo mis pies después de
días de no sentir nada más que punzadas; me gustan, ya que hacen que no piense
mucho en otra cosa que no sea ensayos de la muerte.
Deambulaba
por la habitación como quien deambula sin sueños por la vida, como fantasma,
como una rodadora de una duna a otra, como yo mismo en mi cabeza porque me doy
cuenta de que mi cuarto es un retrato casi a calca de mi mente: enmarañado, a
oscuras, atiborrado de recuerdos, algunas partes sin tocar, silencio, ruido,
silencio, ruido, silencio, con telarañas, perdido, sin rumbo, caminando de aquí
para allá, de la cómoda a la cama, del cenicero a la taza de medio americano ya
frío, de tu blusa a tu recuerdo, evadiendo el desorden en el piso como si fuera
un campo minado; ojalá pisara una mina, me encuentro con su rostro y le hablo
bajito para que no nos escuchen las voces de adentro, le dibujo una sonrisa y
le quito una lágrima que hace que piense que no es el tuyo sino el mío.
Me
encuentro un dibujo de una mueca desfigurada que hice meses atrás mientras
obedecía a los susurros del Malbec que me terminé en dos tragos y me acuerdo
que esa vez también la veía a ella.
Se
me olvidan las cosas por lapsos porque los espejos no tienen memoria, pero la
compensan con sinceridad que provoca llanto, enojo, llanto, enojo, enojo, ira
(pequeños golpes en las sienes que van dejando huella en los ojos, de esos que
ayudan a poner la vista borrosa, pero a ver más claro lo que hay en los cuervos
que también te ayudan a que se quede ahí y no salga) y cuarteaduras que dibujan
arrogantes cicatrices burlándose de que nunca se borrarán del cuerpo, del
alma.
Y así pasan las fechas con una foto de ella que me vigila y un
recuerdo que suena con la perfección de una maldición terrible.
Maldita madrugada en la que volví para darme cuenta que acá dentro todo se
ve normal y que yo sigo aquí sin regresar.