sábado, 11 de febrero de 2012

Bitácora de un martes

Bitácora de un martes
Por Bibiana Faulkner


Llegué a casa de una vieja amiga cerca de la playa y me instalé; saqué mis libros y los acomodé en el centro de mesa de mi cuarto, extendí las hojas para dibujar que cargué con el cuidado que se le da a un bebé y las estacioné en una mesa junto a la ventana, desdoblé mi ropa y la acomodé en el clóset, me senté en un sillón y miré hacia afuera como queriendo encontrar a todos los pájaros que cantaban a la vez. El cielo estaba desnudo, sin una sola nube.

La mejor velocidad para recorrer una ciudad es en bicicleta, me había dicho Alejandra, una chica que conocí años atrás. Alejandra casi nunca se equivocaba, hoy lo reconocí. Quería comprar fruta y verdura fresca, entonces emprendí el camino sobre un móvil rosado con una bella canasta en el frente.

Vengo por plátano, manzana, limón, guayaba, cebolla, jitomate, melón y café, le dije sin respiro a una señora que aguardaba el pasillo principal de la frutería. Ahí están las bolsas y las canastas, allá la báscula, sírvase, me dijo de mala gana. Me apresuré a darle un beso en la frente y corrí por mis frutas como si fuera el último deber antes del fin del mundo. Tengo una suerte tan grande que no me caí en el regreso a casa cuando todo apuntaba que así sería, yo me había predispuesto a volver con las rodillas ensangrentadas, pero al menos esta vez me defendería diciendo que fue por causa de la fruta y no de una lucha por amor, eso me hacía sentir orgullosa y airosa, más lo segundo que lo primero.

Te recordé en el primer trago de ron y te olvidé a la hora de la comida, el pescado que cocinaba necesitaba más atención que tú.

Por la tarde subí a leer Tokio Blues  de Murakami, libro que no he podido terminar porque me la he pasado buscándole un clímax que seguramente no tendrá. Después de digerirlo todo, seguramente no querré abrir un libro más de él, a menos que esté muy viejo y lo único que busque sea el olor que despide de las hojas, tan peligroso como el de la espalda de una mujer.

Después, el rugido del mar como queriendo alcanzarme para cubrir de sal todo mi cuerpo, mis heridas, mis memorias. Enseguida el mar sumergiéndome hacia adentro y llevándose desde la orilla todo lo que yo no pude darle al mismo viento.

No te recordé más hasta que caí en cuenta que todo el tiempo había escrito esta bitácora para ti, entonces ya era miércoles.