martes, 20 de noviembre de 2012

De hogueras y sueños

Por: Víctor Alejandro Burgos

Twitter: @budasufi

 

Llegué —no sé cómo ni cuándo— al paraje más desolado de todos. Un largo camino de tierra que serpenteaba como un reptil silencioso hasta perderse en la niebla. Charcos, pozos, rastros de un aguacero recién desprendido de la nube. Una cerca solitaria que delimita una frontera invisible que a nadie le importa, se irgue desde el suelo hasta mi cintura, paralela al camino de tierra que serpenteaba como un reptil silencioso hasta perderse en la niebla. Mis pasos se hunden, delante de mí, en el fango; ya he dado los pasos y he recorrido el camino. En éste lugar el tiempo no existe, ni fuera ni dentro de nosotros. Todo ocurre inconteniblemente como el río ahogado que vuelve a su cauce.

 

Miro —sin mirar, pues mis ojos han desaparecido— una hoguera que se levanta en medio del camino de tierra que serpenteaba como un reptil silencioso hasta perderse en la niebla. Atadas al mástil, todas mis visiones diurnas, lo que dije, lo que hice y lo que vi. Aporreadas, sangrantes, maltrechas. Gritan, piden ayuda, lloran. No puedo hacer nada, no puedo moverme. Tienen las vestiduras rasgadas y la piel llena de heridas. Un anciano, cansado, apila maderos a los pies de la hoguera ignorando toda la gritería.

 

— ¿Qué hace?— le pregunté.

 

— Hago sueño— me responde sin detenerse. Los maderos, al golpearse los unos con los otros, producen un ruido seco. Como cadáveres que cae se amontonan en una fosa común.

 

— Sí, exactamente “como en una fosa común” —repitió intentado ocultar el bosquejo de una risa.

 

— ¿Le causa gracia?

 

— La verdad, sí. Fue una metáfora bastante precisa.

 

— ¿Cómo supo lo qué…?

 

— Lo sé —seguía sin mirarme y los maderos continuaban cayendo unos sobre otros.

 

Permanecí quieto, observando al anciano realizar su tarea. Sus movimientos eran exactos pero cansados, fatigados y repetitivos. Los maderos no parecían acabarse y la hoguera se hacía cada vez más grande. Una tras otro, uno sobre otro.

 

— Listo. Ahora préndele fuego —dijo finalmente mirándome. Su rostro me era familiar, parecido.

 

— ¿Cómo?

 

— Sí, enciende el fuego. ¿Nunca has hecho esto antes? —me miró desconfiado.

 

— Pues no, nunca.

 

— ¡Bah! No importa. Vamos, préndele fuego a la hoguera y verás.