viernes, 9 de noviembre de 2012

La soledad llama

Por: Abraham Jácome

Twitter: @chicosintuiter

Sonó el teléfono y apenas alcancé a contestar. Al principio dudé haberlo hecho, ya que no se oía nada al otro lado de la línea, pero la llamada seguía corriendo en la pequeña pantalla LCD. Pensé que había un fallo en la recepción y colgué. Apenas me había vuelto a sentar frente a la computadora, volvió a sonar. Esta vez tardé menos en levantar la bocina, pero como la anterior, nadie contestó. Me quedé todavía unos segundos pegado al auricular diciendo “bueno”, “bueno”, “¡bueno!” Nada. Colgué y no le di mayor importancia al asunto.

En esa época trabajaba en mi casa, por lo que salía muy poco a la calle. Vivía solo y apenas convivía con alguien; una forma de vida casi ideal para mi poca habilidad social. Nunca he entendido a la gente que necesita de los demás para hacer cualquier cosa. Yo siempre he preferido lo contrario. Será que funciono mejor por mi cuenta.

Por lo mismo, fue extraño cuando el teléfono volvió a sonar al día siguiente; no tenía quien me llamara. Al menos no con esa premura. Conocía gente, pero rara vez hablábamos por teléfono. Contesté. Silencio. “¡Bueno! ¡Bueno!” Era claro que no podía tratarse de un error. Había alguien del otro lado si bien no escuchaba su respiración. Estuve pegado a la bocina varios minutos. Nada. Colgué y seguí con mis ocupaciones. Apenas 15 minutos después de haberme vuelto a sentar en mi escritorio, estaba sonando otra vez. Era suficiente.

Desconecté el teléfono. Quizá de esa forma el bromista se terminaría cansando al cabo de una semana y encontraría alguien más a quien molestar. Eso pensé, pero apenas unas horas después de haberlo reconectado volvió a sonar. Al principio creí que se trataría de algún conocido. Era imposible que fuera el mudo otra vez. Descolgué. Silencio.

Decidí tomármelo con humor. Reconecté definitivamente el teléfono y me dediqué a ignorarlo. Ocasionalmente contestaba y tras comprobar que no fuera nadie, digamos, “de verdad”, me dirigía al interlocutor misterioso con un “hola, ¿cómo te trata la vida? No tienes nada que hacer, ¿verdad? Qué bueno, porque yo tampoco”. Y luego me reía. Otras veces le contaba cosas. Le platicaba alguna anécdota sobre mi día o le exponía mi opinión sobre algún tema de actualidad. A veces hasta lo interrogaba y al no recibir respuesta, contestaba por él, o bien, asumía que sabía lo que él opinaba. Jamás, en ningún caso, escuché el más mínimo sonido por el auricular. Sin embargo, sabía que fuera quien fuera, se daría cuenta de que ya no me molestaban sus llamadas y quizá, sólo quizá, decidiría pronto dejarme en paz.

Con el tiempo se me fue haciendo habitual que llamara. Tanto, que terminé agarrándole cariño. Eso lo admito ahora, con los años. En ese entonces hubiera jurado que era costumbre más que otra cosa. Pasaron meses, quizá un año o poco más, y las llamadas siguieron siendo constantes. Todo se volvió más mecánico. A veces me daba lástima pensar lo sola que debía estar una persona para hacer semejante cosa. Aunque en realidad, quizá yo también debía estar muy solo para seguirle el juego –esa es otra cosa que apenas ahora logro admitir–. La única diferencia entre nosotros era el papel que cada quien representaba. Supongo que habemos quienes nacimos para hablar, en oposición a los que se especializan en escuchar. La soledad, sin embargo, es la misma.

[…]

Un día lo conocí. Quedamos en una cafetería cercana a mi casa. Digo “lo” porque era un hombre. Digo “quedamos”, pero en realidad sólo le di la dirección del lugar por teléfono y le dije la hora a la que lo vería. Él, obviamente, no respondió nada. Al principio no creí que llegaría, pero después de los años que llevábamos de hablar, o que llevaba yo de hablar, en el fondo tenía la certeza de que acudiría a la cita.

No lo describiré físicamente porque su aspecto es lo que menos importa para esta historia. Lo más relevante y lo que cualquiera se habría preguntado es: “¿podía hablar?” Y la respuesta es afirmativa. Por otro lado, no era de extrañar y quizá no haga falta decirlo, pero no hablaba mucho. Aunque de que habló, habló, de eso no tengo duda, pero ya no me acuerdo bien qué fue lo que dijo. Le pregunté si aun en persona prefería escuchar y asintió con una media sonrisa mientras daba un sorbo a su chocolate caliente. Yo tampoco dije muchas cosas al principio. La verdad intenté invertir los papeles un rato, ver qué se sentía ser “el mudo”, pero fracasé rotundamente ante un ejemplar con semejante experiencia. Al final terminé hablando yo y dejando que él escuchara, como solíamos hacerlo siempre.

Las horas pasaron rápido entre frases entrecortadas y silencios. Unas en una dirección, otros en ambas. Mi amigo –y me atrevo a llamarlo así porque los años, aunque pueda parecer insólito, nos habían unido– me dijo que tenía que irse. Bueno, no me lo dijo, pero su silencio dejó de pronto de ser el mismo y me di cuenta de que ya no le quedaba nada más que escuchar.

Nos levantamos de la mesa y él sacó un billete arrugado del bolsillo de su pantalón. Intenté pagar mi parte de la cuenta, pero no me dejó. Acepté el gesto por educación y caminamos juntos hacia la salida. Parados en la calle, frente a la puerta de la cafetería, nos dimos la mano. Nos miramos fijamente con aires de autosuficiencia, como si nuestras soledades fueran a ser, desde ese día acaso, un poco más soportables, al menos durante un tiempo.

En ese momento supe que no iba a volver a llamar.