jueves, 8 de noviembre de 2012

Reglas de etiqueta a la mierda

Por Bibiana Faulkner

Twitter: @hartatedemi

 

Hoy comencé a escribir sin darme cuenta, pero borré todo porque lo olvidé. Mecanografiaba en mi cabeza, pero las palabras se me resbalaron porque el licor de avellana; después de resbalar se evaporaron porque el licor de avellana.

 

Tenía pensado escribir una historia sobre un hombre que atropellaba a una niña y se fugaba. En la misma historia a él le atropellaban a su hija porque el karma, y al final todo predecible: el tipo había sido el asesino de su hija, pero por el embrollo en su cabeza, esto solo se sabía en el desenlace. Cosas viejas que, tal vez, mantienen atentísimo al lector, pero trilladas como casi todo.

 

Vengo a escribir sobre una puta regla de etiqueta:

 

—¿Y bueno, aquí es donde vives?

—Sí, sí. Ésta, mi casa, también es tu casa. Cuando gustes.

 

En ese momento se chinga todo porque se lo dices a personas que ni siquiera son tus amigos. La chinga doble llega cuando te toman el pie aunque hayas ofrecido la mano.

La cosa fue más o menos así: una chica (amiga y familiar de mis amigos) me habla al celular un domingo por la noche. Ella había visitado mi casa en alguna ocasión por un motivo que no recuerdo:

 

—Hola, Bibiana. ¿Dónde es que vives? Es que no recuerdo.

—Hola, ehhmm, en la colonia Raboverde. ¿Por qué, pasa algo?

—Fíjate que tuve un problema con Tino—su esposo — y no tengo dónde quedarme. Voy para allá con mis hijos.

—Ehhhmm, está bien, está mi hermano en casa, que te abra y te instalas en mi cuarto mientras llego a acomodarte.

—¿En tu cuarto? Somos 3 y tienes una cama individual, no cabemos.

 

Eso, señores, sí pasó; con semejante descortesía, Karime (además desgraciada por su nombre) quería que la acomodara como el huésped más adorado de la humanidad, por supuesto, sin ser mi amiga, ni siquiera alguien considerada como cercana. Claramente, yo pasé la casi invisible línea entre ser bondadosa o idiota. Me convertí en lo segundo. También por culpa de mi pésima administración de las reglas de etiqueta, ¿en qué momento le ofrecí mi casa, ¿en qué momento se la he ofrecido a tantas personas sin darme cuenta? Y por no aprender a decir que no.

 

Siempre he sido generosa con mis cosas y mis espacios. Hasta ahora he dado la mano y me la han dado (infinitas gracias), pero putamadre, cuántas veces me han tomado el pie.

Resulta que Karime se separó de su esposo no sé hace cuánto y el marido (Tino) no quería dejar que ella viera a sus hijos. Karime optó por llevárselos y tomar mi casa como un centro de refugio (literal), pues hasta llegó a instalarse el hermano de la mujer en cuestión y por las noches la visitaba su enamorado (que claramente no era Tino).

 

No vayan a creer que yo estaba de acuerdo con la decisión de Karime, no, pero esa es otra parte legal de la historia que qué hueva y qué juzgona.

 

Mi casa era como una guardería: gritos de niños por todas partes que, encima, atacaban a cuanta persona se cruzaba por su camino; juguetes regados hasta en la cocina; los baños como ese espacio imposible donde entrar porque el pinche mugrero.

 

Discúlpenme, soy una soltera de 25 años con 2 hermanos (24 y 23 años respectivamente) también solteros en donde a su casa entran sus citas en turno, no niños maleducados, donde en la casa se escuchan choques de botellas de cerveza y no lloriqueos por ver un programa de televisión. O no me disculpen.

 

Con dicha anécdota me quedó claro lo que debió hace mucho: que la casa es otro de los templos que deben cuidarse como si fuera el propio cuerpo, que decir “no” no está mal, que decir “sí” debe tener sus restricciones, que el abuso de confianza no está bien, y que una que otra regla de etiqueta me la paso por el culo.