jueves, 11 de octubre de 2012

Ayer me hice un tatuaje

Por Abraham Jácome

Twitter: @chicosintuiter

  

No detallaré el diseño que escogí, ya que me extendería demasiado en un espacio que no tengo. Tampoco hablaré del dolor a voluntad o de sus posibles móviles. No comentaré los prejuicios contra quienes tenemos tatuajes en un lugar del mundo tan lleno de ‘buenas consciencias’ y tan moralmente inconsciente a la vez. Yo de lo que quiero hablar es de la permanencia.

 

El punto es que cada vez que me tatúan, me pongo a pensar, en algún momento de la sesión, que no volveré a ser el mismo que era antes del tatuaje. Al menos un área de mi piel no lo será, pero eso basta para crear el efecto.

 

Esto se relaciona con una pregunta que suelo enfrentar a menudo: “¿Y lo vas a tener para siempre?” De ahí, he concluido que mucha gente tiene un problema con la permanencia, con lo que es para siempre. Les aterra que algo pueda no tener un botón de “Deshacer”.

 

Y esto lo hacen mientras viven vidas donde cada decisión, por pequeña, es para siempre. Donde ni las células de un cuerpo son las mismas de cierto tiempo en cierto tiempo, y donde enormes esfuerzos humanos se dedican cada día a intentar perdurar; a través de la escritura, del arte, de las ciencias, del pensamiento, de cualquier carrera u orientación profesional. Esa permanencia sí nos es deseable.

 

Pero entonces dudo y se me ocurre que a lo mejor tienen razón, que no es lo mismo vivir para siempre en forma de un recuerdo colectivo (“la gloria”, le llaman algunos), que morir siendo un don nadie tras haber vivido toda la vida con un “parasiempre” enorme en el muslo derecho. En ese momento me aterro y pienso que todo es un error y no debería estar sometiéndome a semejante azote de dolorosa e indeleble permanencia.

 

Luego, y en ese orden, imagino cómo se verá un día mi cadáver desnudo encima de una plancha, y lo que pensará de mis tatuajes quien esté “despachando” en ese momento. Y se me ocurre que a lo mejor ni siquiera pensará nada, como un oficinista no piensa nada mientras acaba un trabajo antes de salir a comer. Acaso pensará: “¿Chino o italiano?” Y yo, como esa última persona en el mundo que estará en presencia de mi cuerpo desnudo, tampoco pensaré nada, claro está.

 

Y después de eso, el asunto de la permanencia me empieza a dar un poco lo mismo.