miércoles, 10 de octubre de 2012

Que nadie te escuche

Por Carlos LM


Twitter: @bigmaud


 

Y bueno, de repente estaba sentado en una mesa con todas esas personas. No importa lo mucho que quieras estar solo, es inevitable ser arrastrado de vez en cuando por las convenciones sociales de la cotidianidad.


Quedaban pocas opciones en medio de esa conversación. Apenas los conocía. Eran aburridos. Para disimular el sueño puse la mirada fija sobre una silla que quedó vacía. Pensé en lo difícil que debe ser caminar por un desierto en el que no hay nadie de quien quejarse. Los demás seguían hablando hasta que alguno de ellos me hizo una pregunta.


—… ¿Y tú?— dijo.
—No tengo una opinión formada al respecto.


Al parecer mi respuesta cayó de mala forma. En mi defensa diré que no tenía ni idea sobre qué me habían cuestionado. Tengo un oído mediocre. La pregunta pudo  ser sobre cuántos años tenía o si quería un poco de agua. La presión del momento llevó a que precipitara la respuesta.  Lo único claro, y lo noté en su reacción, es que lo había arruinado. Jamás volvería a ser invitado a ese círculo. Pero no era tan malo: prefiero los puntos. Busco a otro tipo de amistades, de las que solo se reúnen cuando hay emergencias. Aun así seguí sentado con ellos para evitar que un abrupto abandono supusiera otro bochorno. Pese a todo, hay una imagen que cuidar.


De nada sirvió: segundos después vi cómo dos de las chicas comenzaron a hablarse al oído mientras me dirigían la mirada. Cuando la gente secretea en tu presencia todo está perdido. No te quieren, ni lo harán. Consideran que eres un apestado y que no mereces las líneas poéticas disparadas como torbellino por sus corazones.


Todavía tuve la idea de pensar en lo que podría estar detrás del cuchicheo. Lo primero que deduje es que hablaron mal de mí. Tengo derecho a creerlo. La incertidumbre es la asistente del pesimismo. Era obvio, lo adiviné en los ojos de ambas: se escandalizaron porque no llevaba suéter de rombos. No les parezco alguien confiable. De modo que me puse de pie y dije: «Lo siento, no me gusta usar gel». Abandoné el lugar. Ni siquiera yo me quería ahí.


Nada en contra de la privacidad, pero, cuando es pertinente, me gusta compartir las ideas. Si algo puede ser escuchado por alguien, puede ser escuchado por otros. Jamás me verán hablarle al oído a otra persona enfrente de los demás. Mucho menos si se trata de un hombre. Las palabras que no compartes forman nudos en la cabeza que luego se transforman en pesadillas.


La ventaja de la palabra escrita es que, aunque pública, ofrece cierta intimidad. Todo esto es para decir que de vez en cuando podrán leerme en este espacio. La buena noticia es que no tendré que acercarme a sus orejas.