lunes, 8 de octubre de 2012

Dragones entre las nubes

Por Alejandro Burgos

Twitter: @budasufi

 

Uno de los recuerdos más concretos que tengo de mi infancia es la afición y la empatía que he sentido, desde aquél momento, por las lombrices. Por alguna razón, hoy, con casi veinticinco años, esa devoción sigue intacta a la vez que se ha profundizado hasta llegar al punto de convertirse en una admiración modesta. Recuerdo los envases transparentes de helado que usaba a manera de “granjas”, el complicado sistema de riego que implementaba para mantener la tierra húmeda en todos los envases y las cantidades de hojas que colocaba para que se descompusieran en la superficie y las lombrices pudieran alimentarse de ellas. Cambiaba la tierra regularmente y aprovechaba el lombricompuesto (humus de lombriz) como abono que vendía a los vecinos. Así que desde muy niño fui dueño de mi propia pequeña empresa cuyos beneficios aprendí a gastarme en libros, dulces y juegos de vídeo.

 

Ahora, ya más grande y significativamente más maduro que en aquella época, no veo a las lombrices desde un punto mercantilista o como las obreras potenciales de un imperio construido con abono para plantas. No, hoy en día las lombrices me parecen asombrosas a causa de una sencillez abrumadora que apenas pueden competir con otras muy pocas criaturas. Primero, están completamente aisladas del mundo, ya que no sólo viven bajo tierra sino que carecen de órganos sensoriales (vista, olfato, gusto, audición) y el tacto, no lo usan para sentir sino para respirar a través de la piel pues  no tienen pulmones. Tampoco poseen bocas y en su lugar tienen un orificio succionador sin dientes y una molleja muscular increíblemente fuerte para moler la tierra ingerida. A pesar de que en un extremo tienen este mecanismo casi alienígeno embebedor de tierra y por el otro lado, el ano, una apertura diminuta por la que execran el codiciado humus, estas criaturas son capaces de arrastrarse hacia adelante o hacia atrás con una destreza casi perfecta y una suavidad fantasmal. Y es esto lo que más me gusta de ellas: un día, haciendo el mantenimiento rutinario a mis “granjas” de lumbrícidos, tuve la suerte de realizar, medio inconsciente, un corte transversal en un pedazo de tierra no muy húmedo que se había solidificado un poco. Mi sorpresa fue mayúscula al ver a las lombrices inusualmente inquietas, saliendo y sumergiéndose muy rápido entre la tierra, dejándose ver sólo en partes, ya que viajaban a una velocidad increíble. Todo esto sin hacer ningún ruido. Fue como si hubieran puesto en silencio al mundo entero. Un silencio que contrastaba con toda la ebullición repentina de movimiento que se llevaba a cabo, al parecer, sin orden ni concierto.  Fue un espectáculo hermoso, tanto o más como ver dragones volando entre las nubes.