lunes, 15 de octubre de 2012

Historias de motel

Por Bibiana Faulkner

 

Todo, como casi siempre, es a partir de mi percepción. Y dice así.

Llegar a un motel no es precisamente un momento repleto de pasión. La cama de un motel es una mitómana compulsiva que, sin ser extraño, también se inventa el ser fiel; parece parte natural de esa personalidad, tal como en las personas. La cama nos ha aprendido bien.

 

Los moteles son un espacio desolador con luces agresivas siempre tenues, son ese cajón donde se descarga la pasión contenida, ese lugar usado porque no hay otro, ese ambiente con olor a vacío, son el pretexto perfecto para quien llora por la inteligencia de dos corazones que se presume cuando ya no se ansían.

 

En un cuarto de motel encontramos mucho y perdemos demasiado; siempre existe la simpleza que contrasta la desnudez del cuerpo y del alma; beber hasta ahogarse; amanecer con miedo; reencontrarse con los vicios.

 

Recuerdo a Deina. Desearle nunca me desquició tanto como aquella tarde. La ropa nuestra regada en el lujoso cuarto de aquél motel en el centro de una ciudad desconocida para las dos era como la prematura rendición hacia ella, mi batalla más limpiamente perdida.

Aquella tarde me prometió quedarse a mi lado mientras yo le amaba con todos los cauces de todos los ríos de todo el mundo. Recuerdo que mientras me llenaba la espalda de besos, yo le hablaba de amor, y al tiempo que me pegaba su cuerpo, yo le pedía quedamente al oído que fuera para mí.

Nos miramos más tiempo del que hicimos el amor. Yo le apagaba los miedos mientras a ella le bastaba contados segundos encender los más profundos míos.

Me mintió, huyó, no luchó, no sintió, no escuchó, no vivió, me dejó.

 

O aquella vez de María. "Hazme el amor", me dijo con los labios temblando. Mirándola fijamente a la ojos le dije que no. Juro que con mis manos no le desnudé más allá del alma, que a grandes suspiros le escribí una canción, que le vestí los sueños de colores vivos, que incluso le empujé el corazón para poder caber ahí. Juro que fue el viento el ingrato que le desgarró el escote mientas yo la miraba con la más pura (in)quietud. Lo juro: nunca tuve que tocarla para amarla.

Ojalá hubiera sido así, pero no, la desnudé con cierto amor y ahí comenzó mi camino a mismísimo averno. Ojalá hubiera sentido tanto miedo, que huir hubiera sido lo más fácil, lo más indicado, lo más perfecto. Ojalá nunca hubiera sucumbido a la voracidad de su cuerpo. Ojalá hubiera existido mesura en todos nuestros besos. Ojalá mis manos nunca hubieran encajado en sus piernas. Ojalá todo hubiera quedado en una palabra, en un poema, en una canción, en el coraje, en la espera, en las ganas. Lo juro, ojalá me hubiera adelantado a la existencia de María, para nunca jamás haberla escrito.

 

Las historias de motel comienzan con un pasaporte al cielo, donde el cielo es una cama con olor a usada, pero celestial; donde el cielo es un lugar que a su vez es un cuerpo que a su vez es un recuerdo sublime que no olvidaremos jamás; donde el cielo es un cuarto que es un mundo hecho para que dos caminen de la mano sobre él; donde el cielo es un destino minúsculo que cabe en un par de horas, las mismas horas que dura una historia de motel.