miércoles, 24 de octubre de 2012

La herida en el costado

Por Maru Luarca

Twitter: @lady_micu

 

«Y antes de morir, yo quiero
cantar mis versos del alma».

 

 

La luz sobre el puente es tenue. Todas las mañanas lo cruzo, e, invariablemente, pienso en Emilio, el quinto de seis hermanos (hijos de mi abuela paterna). Emilio el de la guitarra, los amigos, las novias, las esposas, las amantes, los libros, las letras, mi tío favorito, el media vida. El suicida.

Recuerdo esa mañana. Mi uniforme a cuadros, las calcetas altas, el sol pálido sobre el patio del colegio, mi madre intentando contener el dolor detrás de un rostro envejecido de pronto.

Tú tío tuvo un accidente”.

 

Jamás entenderé porque escogió esas dos palabras precisas: “Un accidente”. Los accidentes implican algo involuntario, incontrolable, imprevisible. Tirarse del puente no es fortuito. Detener el auto en el medio del tráfico del Periférico, cerrarlo con llave, caminar hasta el borde amarillo del puente. ¿Cuántos pasos desde el auto hasta la orilla? ¿Quince, veinte? Lo imagino sobre el borde, contemplando el verde del abismo y el reflejo del río plateado serpenteando al fondo. La mente me juega una pasada escalofriante y puedo imaginarlo tarareando Guantanamera, la canción que estaba enseñándome en guitarra por esos días.

 

«Mi verso es de un verde claro
y de un carmín encendido.
Mi verso es un ciervo herido
que busca en el monte amparo».

 

Supongo que es la forma infantil de aferrar mi imagen a ese último momento suyo, antes de subir al borde metálico del puente, sentir la noche golpeando el rostro con su ineludible aroma y lanzarse a la nada.

 

Abrir esta herida que no sana y que liberó todos los demonios.

 

Hace poco menos de un año, el insomnio sin fin y una permanente sensación de angustia me tenían sentada frente a un psiquiatra. No era la primera vez.

Visité varios consultorios antes con una mezcla extraña de curiosidad por la vorágine insondable que se ha vuelto mi mente y con preocupación genuina por la retahíla autodestructiva que me arrastra. Nunca me quedo al tratamiento. Me resulta cuesta arriba creer que una persona ajena a mí sea capaz de desentrañar la maraña de mis pensamientos y más aún: detener la caída libre de mis acciones. Pero aquí estoy. Esta vez, parece ser lo mismo: un monólogo sobre lo que me sucede, el médico con el rostro adusto observándome mientras anota algo en su libreta. El cliché, ya saben.

 

«Insomnio, angustia, ganas incontrolables de llorar, el hambre de comerme al mundo, no necesito a nadie, lo tengo todo bajo control, mi tío y el puente, el hijo de mi tío, el arma y otro suicidio, la permanente tristeza de mi padre y sus arranques de ira, su muerte reciente, mi divorcio, mi otro divorcio. Renuncié al trabajo de pronto, ¿sabe?»

Una letanía aprendida.

 

No hizo mayores gestos y él abrió diálogo:

 

¿Sospecha qué es lo que tiene?

Claro: depresión que se me está saliendo de las manos— respondí cual sabelotodo.

Creo que es algo más— dijo después de sonreír.

 

Acto seguido me extendió un papel con un listado de exámenes que confirmaron lo que ahora tengo: soy bipolar.

 

 

No entendí lo que significaba ser bipolar hasta después del diagnóstico. Lo entendí luego de leer cantidad enorme de información que flota en la red y de volver a mi antigua afición de devorar textos médicos, luego de ser como me dijo alguien con quien hablo a veces sobre esta enfermedad que compartimos mi propio ratón de laboratorio en observación.

La bipolaridad es un desorden bioquímico de origen genético y hereditario con desencadenantes externos. La angustia, la ansiedad o alguna experiencia traumática puede liberar los demonios y llevarte a situaciones extremas como el suicidio. En mi caso, la partida reciente de mi papá fue el detonante, ni siquiera pude llorarlo. Su muerte la viví sin dolor, sin angustia, como alguien que se sale del cuerpo y no puede experimentar el propio sufrimiento. No es suicidio, pero es lo más parecido a estar muerta.

 

Preocupada por esa pérdida de sensibilidad y contra todo mi historial anterior, decidí tomar los medicamentos, aplicarme en la búsqueda de una forma de convivir de la mejor forma posible con esta enfermedad. Lavar el infierno y abrirle paso a la luz escribiendo sobre los escollos en el camino, el miedo, la angustia, la esperanza, los altos y bajos, que son muchos y en ciclos relampagueantes y avasalladores. En el mejor de los casos, patentizar con letras que no somos pocos quienes navegamos sobre el turbulento río de una psicosis y que, sin tener certeza que llegaremos hasta el fin del camino, elegir la vida todavía es una opción.

 

Aún pienso en Emilio. Constantemente. Pensarlo, evaluar su sombra, vestirme con su incertidumbre es mi forma de alejarme del borde amarillo del puente y del fondo frío del abismo. De vez en vez, aparece con su guitarra y me sonríe con esa mirada triste a la que nadie supo prestarle atención. Será, creo, el fantasma perpetuo sobre la imagen en mi espejo.